Cuando el 23 de agosto de 1962 fue secuestrado por una comisión policial de la Unidad Regional San Martín, Felipe Vallese tenía veintidós años de edad y una intensa militancia política en la Juventud Peronista y en la UOM, donde participaba como delegado de la empresa TEA. En el operativo policial, fueron detenidos Francisco Sánchez, Osvaldo Abdala, Elba de la Peña, Rosa Salas, Mercedes Cerviño de Adaro y los hermanos Felipe e Ítalo Vallese, todos militantes identificados con lo que ya se conocía como la resistencia peronista.

Según las cronistas de la época, Vallese fue secuestrado en la calle Canalejas (que ahora lleva su nombre) por una patota policial de alrededor de diez hombres que, según los testigos, se desplazaba en tres autos: un Chevrolet, una Estanciera y un Fiat 1100. Se dice que Vallese, presintiendo el destino que le aguardaba, intentó resistir el secuestro aferrándose al tronco de un árbol y pidiendo socorro a gritos, un llamado que movilizó a algunos vecinos que rápidamente fueron contenidos por los policías con el convincente argumento de que si insistían en entrometerse podían correr la misma suerte.

El operativo policial tuvo como objetivo dar con los responsables de la muerte de dos sargentos de policía atribuida a los hermanos Rearte -Carlos y Gustavo-, dos dirigentes juveniles de la resistencia peronista que integraban con Vallese la conducción de la flamante Juventud Peronista de aquellos años. Posteriormente, la policía informó que en el operativo realizado contra una facción “bolche-peronista”, hallaron volantes con consignas que insultaban al gobierno nacional, lo calificaban con los peores términos y cuestionaban los recientes préstamos del FMI.
Los detenidos fueron trasladados a la regional San Martín donde fueron sometidos a torturas por la patota dirigida por el oficial principal Juan Fiorillo, un policía de 31 años -que doce años después integrará las Tres A-, y luego del golpe de Estado de 1976 será un eficaz colaborador de Ramón Camps y Miguel Osvaldo Etchecolatz, apellidos emblemáticos de la represión ilegal y el terrorismo de Estado.

El reclamo por la libertad de los detenidos lo hicieron al otro día los dirigentes sindicales de la UOM, Augusto Timoteo Vandor y Rosendo García, a través del abogado Fernando Torres, un profesional que en aquellos años adquirió una reconocida notoriedad por su empecinada defensa de presos políticos. Algunos diarios se animaron a dar la noticia, pero la más elocuente fue la de El Mundo, que informó sobre lo sucedido en tapa con un título más que sugestivo: “Como en Chicago”.

Los detenidos recién fueron blanqueados el 3 de septiembre, pero la policía nunca admitió que Felipe Vallese integraba esa lista, una negativa que mantuvieron impávidos hasta el final, sin prestar atención a las abrumadoras pruebas aportadas por testigos y los propios presos, y sin privarse, por supuesto, de deslizar alguna que otra calumnia destinada a empañar la memoria del desaparecido, como la que sostenía que Vallese había huido y estaba dándose la gran vida en Cuba.
Lo real y objetivo es que el joven militante peronista nunca apareció, pasando a integrar junto con el anarquista Joaquín Perina -secuestrado en 1931 por el régimen conservador de Uriburu- y el dirigente comunista Juan Ingalinella -asesinado en 1955 por policías del régimen peronista- la lista de los tres primeros desaparecidos por razones políticas en un país que años después hará de esa metodología una marca registrada.

En agosto de 1962, el presidente del país era José María Guido, imprevisto sucesor de Arturo Frondizi derrocado en marzo de ese año por militares que no admitían que una fórmula peronista presidida por el dirigente sindical Andrés Framini hubiera ganado las elecciones en provincia de Buenos Aires. Guido siempre fue considerado un títere de los militares, una imputación no demasiado exagerada a juzgar por los hechos y, sobre todo, por las azarosas y sinuosas circunstancias en las que accedió al sillón de Rivadavia, un sitio que pretendía ser ocupado por el general Raúl Poggi.
Para esos años, la resistencia peronista estaba en su plenitud, una actividad cuyos inicios pueden datarse a partir de 1955, pero que adquirió pública notoriedad en las masivas y, en algunos casos, escandalosas movilizaciones contra los contratos petroleros, el cierre del frigorífico Lisandro de la Torre y la consigna lanzada por Álvaro Alsogaray: “Hay que pasar el invierno”. Desde el exilio, Perón alentaba no sólo las movilizaciones, sino también todo tipo de atentados destinados a desestabilizar cualquier proyecto de poder que diseñaran los militares y civiles que lo habían derrocado.

La breve pero intensa biografía de Vallese da cuenta de ese itinerario político: partícipe en las jornadas estudiantiles contra la enseñanza libre; delegado gremial de la UOM, el sindicato más representativo de la resistencia peronista de aquellos años; y activista social, integrante de la primera mesa de conducción de la juventud peronista, una conducción en la que participaron, además de él, los hermanos Rearte, Héctor Spina y Tito Bevilacqua, entre otros.

Asumirse como militante peronista en aquellos años de proscripción y persecuciones significaba hacerse cargo de métodos de lucha que incluían el “caño” y agresivos operativos de agitación y propaganda. Felipe Vallese no era un joven inocente o un rutinario delegado gremial que en un momento, sin que nadie supiera cómo o por qué, fue detenido por una policía prepotente y bárbara. Por el contrario, era un militante convencido de la causa que defendía, un joven que había hecho del activismo gremial y político la causa principal de su vida y un dirigente juvenil que anticipaba con su militancia la que diez años después sería calificada por el propio Perón como “juventud maravillosa”, un calificativo que al general no lo inhibió meses después para expulsarlos de la Plaza de Mayo y ordenar su exterminio a través de las Tres A, una agrupación de asesinos organizada por López Rega y que contaba entre sus filas al comisario Juan Fiorillo, responsable del secuestro y muerte de Vallese. Como suele decirse en estos casos: todo tiene que ver con todo.

Los esfuerzos que se hicieron para dar con él, e incluso saber sobre el destino de su cadáver, chocaron contra un muro de silencio, impunidad y complicidades de las fuerzas represivas de entonces. Los abogados Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde escribieron un folleto narrando la tragedia de Vallese; la CGT y diferentes agrupaciones peronistas honraron su nombre como un símbolo de la resistencia peronista. Distinciones y reconocimientos no le faltaron: agrupaciones, calles, salones de organizaciones sindicales llevan su apellido, pero el cadáver nunca apareció.
El periodista Pedro Leopoldo Barraza se tomó el trabajo de investigar a fondo los pormenores del secuestro y la desaparición del joven peronista. Fue un trabajo sistemático que concluía dando pruebas demoledoras contra el comisario Fiorillo, considerado no sólo el jefe del operativo, sino el hombre que personalmente participó en las alucinadas sesiones de tortura en la que Vallese perdió la vida. El trabajo de Barraza, poco conocido, pero que por más de un crítico fue comparado con “Operación masacre” de Rodolfo Walsh, fue seguramente el dato que tuvo en cuenta la patota de las Tres A para secuestrarlo y asesinarlo en 1974, junto con el fotógrafo Carlos Laham. A Barraza, Fiorillo nunca le perdonó la denuncia, mientras que López Rega jamás se olvidó de que el apodo “Brujo” se lo debía a él.

Fiorillo fue acusado a lo largo de estos cincuenta años en diferentes ocasiones, pero siempre se las ingenió para eludir la acción de la Justicia, hasta que a fines de 2006 fue detenido por orden del juez Arnaldo Carazza, acusado del secuestro de Clara Anahí Mariani, una nena de tres meses, hija de Daniel Mariani y Diana Teruggi, dos militantes secuestrados y desaparecidos en esos años. Como consecuencia de ello Fiorillo -titular de una agencia de seguridad- fue condenado a prisión, condena que cumplió en su casa de Villa Adelina hasta 2008, fecha en la que murió a los setenta y cuatro años de edad, sin decir una palabra sobre lo sucedido aquella noche de agosto de 1962.

Fuente: ellitoral