La lucha desplegada por los pueblos latinoamericanos ha dado a luz un presente de esperanza. El cambio de signo del mapa político de nuestro continente es un hecho innegable. Con matices y con grandes dificultades, uno tras otro, la mayor parte de los procesos eleccionarios llevan a la presidencia de los países de la región, o confirman en ella, a mandatarios que llegan con el apoyo de los movimientos populares surgidos al calor de la lucha de tres décadas contra las dictaduras que asolaron estas tierras y contra los programas neoliberales que los gobiernos que bastardearon la democracia implementaron después.

El marco latinoamericano es propicio para avanzar en el desarrollo de una estrategia común que debería fortalecer en cada uno de nuestros países la posibilidad de concretar los cambios necesarios para terminar con las secuelas de tantos años de políticas antipopulares.

En la Argentina, el cambio de rumbo de la política nacional - que la movilización y la organización popular impuso como condición para cualquier esquema de gobernabilidad que pretendiera viabilizarse después de las jornadas de diciembre de 2001 - es confirmado por datos de la realidad que son significativos. Atravesamos un proceso de reactivación económica que hace sentir sus efectos en la mejora relativa de las perspectivas de los sectores populares, aún cuando no supone una transformación de la matriz distributiva del ingreso ni, por lo tanto, el achicamiento de la brecha de la desigualdad. El índice de desocupación ha disminuido, mejoraron los números de la creación de puestos de trabajo “en blanco”, y se viene produciendo una recomposición salarial que, si bien no ha permitido a los trabajadores recuperar la pérdida de poder adquisitivo que significó la transferencia de recursos efecto de la devaluación, representa el escenario de una disputa por la participación en la distribución del ingreso que las organizaciones sindicales están llamadas a afrontar.

Esa disputa, sin embargo, debe ser asumida por el conjunto de la clase trabajadora en el marco de una visión más amplia de lo que en ella está en juego. Después de treinta años de devastación, no podemos esperar una modificación sustancial de la porción del ingreso que se llevan los asalariados, ni una mejora significativa de las condiciones de trabajo y la tasa de empleo, si no se produce un cambio radical en la estructura de la economía nacional. Mientras no avancemos en la transformación del Estado, y en la capacidad de las organizaciones populares para desequilibrar a nuestro favor la correlación de fuerzas sociales que la política expresa, el rumbo del proceso económico y productivo seguirá siendo definido, en lo fundamental, por los sectores históricamente dominantes que continúan haciendo sentir su peso en la resolución de las políticas públicas y en la determinación de las condiciones de vida de los argentinos.

La salida de la convertibilidad y de las políticas que tributaban a los organismos de crédito internacional, representó el desplazamiento de un régimen económico basado en la especulación, del que se beneficiaban especialmente los sectores financieros, hacia un régimen de tipo industrialista. Pero no podemos desconocer que una parte decisiva de la producción se halla en nuestro país en manos de los grandes grupos económicos, que se han constituido como tales asociándose con capitales transnacionales, participando de los procesos de privatización fraudulenta de las empresas del Estado, desarrollando una estrategia de crecimiento ligada a la producción para el mercado externo, y aumentando sus ganancias mediante la hiperexplotación del trabajo que facilitaron las leyes laborales hechas con la “Banelco” a la medida de sus intereses. No es posible, entonces, apostar a que aquella modificación del régimen económico redunde sin más en el bienestar de la mayoría. La gravitación de estos grupos en la economía de todas las naciones latinoamericanas resulta también un condicionamiento negativo para cualquier política de integración regional que pretenda consolidar la perspectiva de un desarrollo autónomo y centrado en las necesidades e intereses de los sectores populares.

El rol del Estado es fundamental para reconstruir la estructura productiva nacional y orientar su actividad hacia el mercado interno y la satisfacción de las demandas populares. Pero el Estado nacional, pese a que ha comenzado en estos años a impulsar una serie de políticas que tienden a poner diques a la avidez de los sectores concentrados de la economía, y a estimular algunas actividades necesarias para desarrollar una estrategia de crecimiento con equidad, tiene aún una capacidad de intervención limitada y es el terreno en que se libra una disputa feroz entre los sectores políticos que apuestan a emprender el camino hacia la consolidación de un proyecto popular y soberano, y quienes pretenden retener los resortes institucionales que les aseguren la perpetuación de los privilegios de una minoría insaciable.

Para estos sectores, que contaron durante muchos años con un Estado dócil, dispuesto a disciplinar a la población para facilitar el proceso de concentración de la riqueza, toda medida mínimamente redistributiva resulta intolerable. En un mercado prácticamente monopolizado por unas pocas firmas que manejan la producción, comercialización y distribución de los bienes de consumo elementales para la canasta familiar, el gobierno nacional debe enfrentar el chantaje permanente de quienes no están dispuestos a perder ni siquiera una parte de sus ganancias que es ínfima en relación con la inmensa rentabilidad que les han deparado sus negocios en los últimos años.

El conjunto de los sectores que pretenden jaquear la posibilidad de que se profundicen los cambios que favorecerían el desarrollo de un proyecto nacional-popular, se reagrupan a la derecha del arco político y golpean en distintas formas sobre un esquema de gobernabilidad que ya no ofrece margen para producir las transformaciones que requiere la construcción de una sociedad más justa. Hoy, avanzar sobre estos grupos es la única manera de no retroceder. Su capacidad de bloquear la definición de algunas cuestiones pendientes que son de la mayor importancia para comenzar a resolver las necesidades más elementales del pueblo y para asegurar en el futuro mejoras sustantivas en las condiciones de vida de la mayoría da cuenta, ante todo, del tamaño del desafío que tenemos por delante.

Los desafíos de un tiempo de esperanza
LA ORGANIZACIÓN POPULAR EN EL TERRITORIO

En los años de la resistencia al modelo neoliberal, los trabajadores desplegamos en el territorio innumerables y valiosísimas experiencias organizativas para enfrentar solidariamente los efectos devastadores de las políticas de exclusión, el hambre más urgente. La CTA supo proponerse como espacio en el que los trabajadores - empleados o desempleados - podíamos aspirar a reconstruir la unidad de la clase, fragmentada, dispersa y castigada por el desempleo estructural, la flexibilización y precarización del trabajo, la destrucción de la industria, el achicamiento del Estado y el abandono de sus funciones sociales, la reconversión del Estado terrorista de la dictadura en el Estado represor del gatillo fácil de una democracia capturada por los sectores oligárquicos. Reconstruir la unidad de la clase para comenzar a definir una estrategia común que permitiera superar el horizonte limitado de las demandas sectoriales y comenzar a intervenir en el terreno de lo político.

Construir una organización que nos permita disputar, no ya meramente una porción mayor en la distribución del ingreso - directamente, a través de la mejora en los salarios o el nivel de empleo, o indirectamente, a través de la asignación de algunos recursos paliativos derivados de la asistencia social -, sino un proyecto de país, sigue siendo en buena medida una tarea pendiente, hoy más necesaria que nunca. Así como en años anteriores fue la herramienta que nos hizo fuertes para resistir, la CTA debe ser, en esta etapa, la organización que nos permita avanzar. Para ello es imprescindible que la pluralidad de sectores que la conforman asuman la necesidad de debatir democráticamente cuáles son los cambios que se requieren para terminar con la estructura que reproduce la desigualdad, y de qué modo, en las condiciones actuales, podemos los trabajadores incidir en el proceso político para impulsar esas transformaciones.

En este desafío, las organizaciones territoriales tenemos un rol ineludible que cumplir. Es preciso asumirnos como sujetos activos en el proceso político. Los trabajadores no construimos organización en el territorio sólo para ser receptores, sostenedores y difusores de programas de asistencia que nos mantienen siempre, como demandantes, a distancia del Estado y ajenos a la disputa por el control de los factores que, en definitiva, condicionarán siempre el alcance y la efectividad de toda política paliativa. Transformar la matriz distributiva y reconstruir la estructura productiva, asegurar un crecimiento económico centrado en la atención de las necesidades de la mayoría y en el fortalecimiento de la soberanía nacional y la independencia regional, exige avanzar en una serie de reformas profundas que van mucho más allá de la - en lo inmediato necesaria - universalización de las formas de asistencia a las situaciones de mayor vulnerabilidad.

Es por ello que consideramos imprescindible avanzar en una reforma del Estado, que permita ponerlo al servicio de un proyecto popular, proveyéndolo de los recursos y las herramientas necesarias para atender las demandas populares y ejercer un efectivo control de los factores socio-económicos fundamentales. Es preciso, con ese fin, recuperar el control público de los recursos energéticos y las empresas de servicios básicos; promover la reforma del sistema tributario para que el peso de la recaudación pública recaiga sobre los que ganan más, a favor de los que menos tienen; recuperar el sistema previsional solidario, para terminar con el negocio de las AFJP’s y garantizar jubilaciones y pensiones dignas para todos; reconstruir el sistema de salud y la educación públicas en todos los niveles; modificar sustancialmente el régimen de propiedad y utilización de la tierra, para terminar con la concentración de la economía agroganadera y la explotación en el sector rural; impulsar una depuración del sistema judicial y de las fuerzas de seguridad, para que dejen de ser un instrumento de perpetuación de la desigualdad y lleguen a ser un instrumento que asegure los derechos de todos.

Impulsar estas reformas es construir Soberanía, Democracia y Distribución. Ellas forman parte de una Paritaria Social permanente en la que los trabajadores debemos disputar con los grupos económicos, en el territorio, mejores condiciones de vida y una justa distribución de la riqueza que se origina con nuestro trabajo.

La Coordinadora Nacional de Organizaciones Sociales debe motorizar hoy, en la CTA, la construcción de las herramientas y los ámbitos que nos capaciten para participar activamente en el debate de estas cuestiones y para instalarlo en la agenda pública. Porque no hay auténtico proyecto popular sin la participación y la decisión del conjunto del pueblo organizado. La fuerza que sepamos construir será la garantía para impulsar y defender los cambios que necesitamos, nuestra única defensa contra la reacción de los sectores que se han beneficiado a lo largo de todos estos años con la imposición de un orden social excluyente e injusto.

Nacimos de la voluntad de lucha del pueblo argentino en la resistencia a la agresión del desempleo, la miseria y el desamparo. Construimos nuestra identidad recuperando la memoria de la dignidad con la que el pueblo enfrentó dictaduras, proscripciones y persecuciones, y supo una y otra vez reconstruir y defender el proyecto de una sociedad sin opresión. Nos encontramos en la experiencia compartida de la construcción de poder popular. Nos seguimos encontrando en la decisión de asumir el desafío de fortalecer la organización territorial de los trabajadores para intervenir activamente en la determinación de un sentido liberador en el proceso político nacional y latinoamericano.

Hemos conquistado, tras muchos años de lucha, la oportunidad histórica de reconstruir un proyecto nacional y popular que asuma la empresa de la liberación. Fuimos protagonistas de la pelea que abrió una perspectiva de cambio en la Argentina; somos responsables de asegurar su consolidación y profundización, construyendo más fuerza organizada, más poder popular para que no haya retroceso posible.

BUENOS AIRES, 13 DE DICIEMBRE DE 2006
Teatro La Máscara - Capital Federal

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