La crónica exige narrar el final de su existencia temporal. Cuando esta noticia termine de ser cargada, la palabra funesta precederá el nombre con el que fue conocido en su existencia física, la persona que hace años había dejado de pertenecer al mundo terrenal.
Dios ha muerto, escribió alguna vez Nietzsche y acompañó el imaginario de su filosofía; ríos de tinta la siguieron, buscando encontrarle sentido a sus palabras.
Dios ha muerto, repite la crónica. Y se puede ir bien a la mierda.
No muere la felicidad despertada en un desierto de tristezas. No mueren los desafíos desatados al poder omnímodo. No mueren las picardías de potrero, ni la sonrisa dibujada en una historia negada de alegrías.
No muere la sed de justicia, no muere la gambeta al destino. No mueren las epopeyas de los humildes, ni la pasión sufriente y dolorosa de nuestro presente.
No hay crónica capaz de retratar las lágrimas de los humildes, eternos silenciados de la historia. No hay crónica que ponga dimensión el fenómeno mundial que despertó su encaprichada disrupción en la historia.
No hay crónica que pretenda narrar la hipocresía de los que odian. La desvergüenza de los que lo negaron, ni los murmullos que acompañan la historia de traiciones. No hay crónica capaz de contentar a los que vivieron de las contradicciones ajenas.
No. Dios no ha muerto.
Están vivas sus alegrías, sus dolores, sus tristezas, sus fortalezas y sus debilidades. Están vivas sus contradicciones, para alegría de los parásitos que habitaron su mortalidad.
Está vivo el barrilete cósmico que surca el espacio del tiempo vital de generaciones. Está vivo el que tan lleno va de coraje, sin demasiado ropaje, y sin ninguna careta.
Está viva la vida de quien, con tan poco, le ofrendó tantas alegrías a su pueblo, cuando otros con mucho, sólo le procuraron tristezas.
Que se vaya al carajo la crónica. Es mentira. Diego sigue peregrinando la vida. La eterna vida …que también es una tómbola.